Chicha muquiada

 

Por Gonzalo Jorge Goicoa de la Serna (1)

El capitán Gerónimo de la Serna, ingeniero asimilado a aquella expedición del Río Bermejo, había quedado asqueado tras la entrada a Orán, al ver como los opas mascaban el maíz y lo escupían en un lebrillo de algarrobo. De esa papilla fermentada por la saliva humana, a falta de levadura, saldría la chicha muquiada o mascada. Gerónimo decía a sus compañeros que jamás probaría de ese néctar indígena, salido de entre las mandíbulas de cretinos y cotudos. Pero bien sabía que rechazar un trago de chicha era allí una verdadera ofensa.

A pocos días del arribo, mientras Gerónimo evaluaba algunos descubrimientos de lo ajeno a su lejana Buenos Aires, hechos en el recorrido desde la desembocadura del río Bermejo; algunos jóvenes soldados perturbaron la calma nocturna del campamento.

El cháguar, tal lo llamaban los indígenas Tobas del Chaco, era uno de los descubrimientos que había hecho: una fibra usada para la indumentaria rústica y que ellos utilizaban para hacer resistentes cuerdas y piolines. Aunque su calidad era inferior a la del cáñamo creía que dicha fibra tendría un importante desempeño en la industria textil, por lo que guardaba varias muestras de la planta.

Los ruidos hicieron que el Capitán volviera a asomarse y prestar atención a los que se encontraban en un grave estado de ebriedad. Los recordó con cierto desprecio, tomando el agüita que el cáliz del Caraguatá guarda fresca en su interior. Volvió a mirarlos y también pasó por su memoria el momento en que debió frenarlos antes de que quisieran cocinar la carne del yacaré muerto que habían encontrado en medio de la fogosa sequía de aquel verano.

Conversó amablemente con algunos de los soldados pero huyó cuando uno de ellos le confesó que habían tomado chicha muquiada hasta el hartazgo.

A la mañana siguiente, varios de los soldaditos terminaban su borrachera en la carpa de sanidad militar que en ese momento  se encontraba a cargo sólo de los dos practicantes, ya que el Coronel Mallo, responsable de ese área, había marchado al pueblo; quien de haber advertido esa situación hubiera repartido severas sanciones al igual que el comandante  de toda la expedición, el General Benjamín Victorica.

Gerónimo apenas ingresó en la tienda y salió asqueado del olor de la chicha, impregnado en la ropa y en el cuerpo de los soldados borrachos que allí permanecían.

Se acercó a un árbol y recordó el horrible momento en que abrieron el cuerpo de una yarará que había ingerido un cuis. Atravesó despacio y pensativo la zona de las mulas. Prefirió hacer un alto y distraerse en el pueblo.

Tras varios días de reconocimiento del lugar y acampar en aquella población norteña, la oficialidad fue entablando relaciones con las personalidades del lugar.

El cura fue quien le invitó o desafió a Gerónimo a probar la chicha, y él se resistió diciendo que no quería beber; mientras la chinita que asistía al religioso iba sirviéndola en dos vasos. Gerónimo replicó diciendo que se comentaba que toda la chicha que circulaba en Orán era muquiada; a lo que el cura respondió que ésta no. Que la de maíz, sí; pero que ésta era de maní, triturada en mortero y fermentada con levadura. Con cierto asco bebió entonces aquella chicha.

Al regresar al campamento militar, todos rieron coincidiendo en que el cura lo había engañado y que no había en todo Orán otra chicha que la mascada.

Gerónimo pasó dos noches fastidiosas, entre desvelos y escupidas.

Días más tarde, tras ver reiteradamente a los mascadores de maíz, paseando por lo más céntrico del poblado, se acercó a la iglesia y pudo ver que el religioso estaba en el confesionario. Recorrió la iglesia, se detuvo para hacer tiempo simulando rezar arrodillado; observó a los feligreses, observó  en varias estaciones del Vía Crucis buscando los detalles de aquellas imágenes coloridas y lejanas a las vistas en cualquier santuario de Buenos Aires. Tras varias dudas, no con mucho entusiasmo se colocó en la cola de los pecadores arrepentidos. Esperó su turno y el Padre lo bendijo y lo invitó a hablar:

 

-Padre, dijo Gerónimo, es que un representante de Dios me ha engañado gratuitamente.

-Pero…ese pecado no es suyo; cuéntame los que tú has cometido…

-Sí, Padre. No vine a arrepentirme de pecado alguno pero sí del que desearía cometer: es que quisiera ahorcarlo.

-¿Tanto te ha decepcionado ese religioso?

-Sí, Padre.

-Espera, y dale una oportunidad de que se arrepienta y enmiende su pecado.

-Está bien, Padre.

-¿Y tus  pecados?- dijo el cura.

-No, Padre; ésta ha sido para mí una semana santa.

Ambos tuvieron la sensación de que la conversación se convertía en un juego de estrategia y prefirieron no continuarla.

Finalizada la confesión, Gerónimo se puso de pie y el cura, mientras se quitaba sus atuendos, lo invitó a pasar esa misma noche por su casa.

La tarde se hizo muy larga y el militar pensó en qué actitud tomaría el Padre: podría disculparse, para lo que debería aceptar que aquella chicha había sido mascada por alguien. Podría volver a cometer otro de sus simpáticos engaños, lo que parecía ser habitual en su forma jocosa de encarar las cosas. También existía la posibilidad y la esperanza de que no lo hubiera engañado.

Gerónimo recaló en la casa del religioso esa misma noche, quien sin hacer referencia a la confesión, le anticipó que tenía una sorpresa para convidarle. Ello no contentó del todo a Gerónimo, quien sin confesarlo, decidió que rechazaría toda bebida que le fuera convidada así fuera tomado como un desprecio.

El anfitrión se disculpó por no haber preparado una cena y aclaró que con las altas temperaturas solía comer algo fresco.

Hizo una pausa y luego un comentario en voz baja a la chinita, como solía llamarla.

Escasos minutos después ella vino con un exquisito postre.

Gerónimo probó con cautela pero  no resistió la tentación de devorar tres cucharadas seguidas de aquel manjar.

 

-Padre, ¿no es mascado, verdad?, dijo Gerónimo poniendo una cuota de humor al encuentro.

-No, no. Contestó el sacerdote.

-¿Qué es ésto tan delicioso?- continuó sorprendido de tener un momento tan placentero en medio de las horribles andanzas que había vivido durante varios meses lejos de su exquisito mundo en Buenos Aires, donde su almuerzo era servido por guantes blancos.

-Se llama Ambrosía; la chinita lo hacía en su tierra.

-¿Y cómo se hace?

-Le preguntamos.

-Es que me gustaría llevar la receta a Buenos Aires; nunca lo había comido.

-Ella misma le va a decir cómo lo prepara…

El cura fue en busca de la chinita, quien explicó que mezclaba dos tazas de agua y dos de azúcar, y al fuego lograba como un jarabe. Aparte, mezclaba cinco yemas con un huevo entero, medio litro de leche, ralladura de limón y un chorrito de aguardiente. Una vez mezclado lo unía al jarabe anterior y lo cocinaba al fuego hasta lograr consistencia. Allí dejaba más lento el fuego hasta lograr el punto ideal.

 

-Es lo más rico que he probado en mi vida, dijo Gerónimo sin exagerar.

-¿Y sabe que éste tiene un gustito especial, un sabor mejor que el que suele hacer siempre?, dijo el religioso.

- Es claro, porque no tenía aguardiente y le puse chicha muquiada, agregó la chinita en aquella calurosa noche de Enero de 1885.

 

 

 

(1) Basado en una historia del libro "1500 km. a lomo de mula", de Gerónimo de la Serna, sobre su expedición al Chaco, Río Bermejo hasta Humahuaca; editado en 1930.