UN DUELO CRIOLLO ENTRE AUTORIDADES
Justo Villanueva (Comandante de Guardias Nacionales), Pedro Roca (Juez de Paz) y
capitán Serrano (Jefe de Policía).
Chascomús, Pcia. de Bs. As., Argentina, 1872.
En la parte
antigua del cementerio de Chascomús descansan, lado a lado, los restos mortales
de dos hombres que fueron buenos amigos y vecinos hasta que las pasiones
políticas los separaron, hundiéndoles en una violenta muerte. En los mármoles
centenarios se leen los nombres de Pedro Roca y Justo Villanueva, Juez de Paz el
uno y Comandante de las Guardias Nacionales el otro.
Fallecieron
una misma noche agitada de aquel lejano día 3 de noviembre de 1872, y voy a
relatar este trágico duelo criollo, porque pertenece simbólicamente al gran
drama de los caudillos en el país. A veces no eran las ideas las que formaban
bandas y partidos, sino los personajes con su guapeza y coraje que atraían a la
gente. En Pedro Roca, tucumano e hijo del edecán del Congreso de 1816, el pueblo
de Chascomús vio una página gloriosa del historial argentino, y en Justo
Villanueva, casado con la hija de Vicente Casco, fusilado por Juan Manuel de
Rosas, se vio el arraigo de la estirpe lugareña, estirpe gaucha, valiente,
peleadora. Como tercer hombre de este drama y protagonista de la tremenda gresca
nocturna, aparece el Capitán Serrano, jefe de la partida policial de Chascomús,
que, hacía pocos años se batió cuerpo a cuerpo con uno de los más temibles
guapos de la comarca, a quien cortó dos dedos con su facón, dos dedos guardados
por algún tiempo en un frasco de alcohol.
Estos tres
caudillos eran las autoridades máximas de la población; Roca desde cuatro años
atrás juez de Paz y presidente de la Corporación Municipal, vistiendo un prolijo
civil; Villanueva con el paño azul, botones de oro, quepí y sable, como
comandante del escuadrón Chascomús de las Guardias Nacionales y Serrano con una
mezcla de atavíos policiales y ropa paisana. Pero los tres armados no sólo con
jerarquías sino con dagas y cuchillos entre cuerpo y cinturón o los tremendos
revólveres de tambor y cañón largo entre la ropa. En aquellos años de
incertidumbre la vestimenta de un hombre de campo no parecía completa sin algún
arma, y más de la mitad de los expedientes en el Juzgado de Paz cuentan de su
uso o abuso.
A este
archivo de los sucesos lugareños fui también, cuando había leído en los
voluminosos "Recuerdos del Pasado" de Antonio del Valle sobre el drama de 1872,
hurgando junto con mi buen amigo don Luis Garbizu, entre los folios y papeles
sueltos del Juzgado. Y qué coronación, para Garbizu y para mí, cuando sacamos de
un montón de oficios un grueso fajo, bien atado y cosido, cuya carátula
prolijamente escrita dice "Legajo 6. Expediente Nro. 97, Juzgado de Paz de
Chascomús, Año 1872". Y acto seguido: "Sumario instruido para el
esclarecimiento de la muerte, por heridas, del Juez de Paz titular Don Pedro
Roca, y del Comandante de Guardia Nacional, Don Justo Villanueva". Como Juez
sumariante firma Don Patricio Machado y como Escribano Actuario José A.
Castillo. En 44 hojas sigue la descripción de los hechos, con una abundancia de
testigos, certificados médicos, partida de defunción y traspaso al Juez de
primera Instancia en lo Criminal del Departamento del Sud, en Dolores, doctor
Manuel Irigoyen.
Empezó en
horas de la mañana de aquel día 3 de noviembre, un domingo primaveral, caluroso,
que aún fue más acalorado por ser día de elecciones municipales. A fin de año
tenían que renovarse los cargos de la Corporación. y el anterior juez, don
Pepe Lorenzo, muy respetado vecino con muchos años de actuación pública en la
comuna era candidato de una fracción, junto don Justo Villanueva, mientras en la
otra militaba Roca, Machado, Milani y otros no menos conocidos vecinos más de
primera plana. Parece que el clima preelectoral era bastante violento, pues
hasta se mandaban pasquines anónimos con amenazas de muerte, como uno de éstos
que se encontró en los bolsillos de Villanueva. El gran sanjuanino Sarmiento con
sus leyes y decretos estaba lejos en la capital, pero aquí, en este pueblo
aislado entre los ríos y lagunas con sus fértiles campos y ricos hacendados,
mandaba el juez de Paz, todo un potentado regional.
Imaginémonos el cuadro de este día domingo, en la galería de la imponente
recova, el palacio municipal con sus arcadas. Todo lleno de gente de todas las
clases sociales, partidarios de uno u otro bando, que se conocían mutuamente.
Parroquianos leyendo con voz alta para aquellos que no sabían leer, los bandos y
listas clavadas en la pared de sombrío edificio, haciendo comentarios,
probando proselitismo entre los recién llegados del campo. Afuera, en el sol
el gauchaje con su pintoresca vestimenta, con rastras bien pulidas,
cuchillos de fiesta, rebenques con cabo de plata, sombreros altos, pañuelos
vistosos. La gente de campo, este día con ganas a farra y holgorio, siempre
dispuesta a largar una risa, una broma, mientras pitan su cigarro y miran en
derredor a las chicas que regresan de la misa de las diez, cruzando la plaza
principal. Esta plaza esta llena de sulkys y volantas, con que han llegado
familias, con chicos y mujeres, aprovechando el viaje a las urnas para hacer un
par de compras en tiendas y almacenes. En las esquinas de la Recova, al lado de
sus caballos, unos milicos de la policía con sus sables, atentos y vigilantes
al movimiento inusitado. Su jefe, el capitán Serrano, un hombre de 45 años,
pero ya canoso en cabeza y barba, muestra su uniforme más cerca de la mesa
que preside en nombre de la autoridad provincial el anciano hacendado Frías.
Como siempre en tales ocasiones hubo voces que se quejaban de tal o cual
proceder, que hablaban de injusticias, de fraude, de mulas, y Serrano quedó
vigilante para intervenir cuando el tono subía más arriba de la medida
tolerable. Recién habían anulado el voto de un paisano de San Felipe, con una
curda impresionante, sacándolo a empujones.
Era un
partidario del comandante cuya fracción iba en minoría, y Villanueva, iracundo y
violento, reprochó a Serrano su actitud con referencia al paisano. Entre ambos
existía una vieja animosidad, según unos por una mujer llamada "La Tucumana",
según otros por el sumario que le habían iniciada a Serrano, por irregularidades
en el servicio. El oficial secamente le contesto que el comandante no tenía nada
que mandar aquí, pues de los borrachos se ocupa la policía y el guardián del
orden era él. "¡Qué orden!", gritó Villanueva. "¡Sacarse votos con fraude no es
orden!". Serrano, escupiendo su toscanito desenvainó el sable, Villanueva sacó
el revólver, apuntando a su contrincante, pero intervino el presidente de la
mesa con su cabellera blanca; intervinieron todos los acumulados en la repleta
galería, evitando un lío mayor. Separados a prudente distancia, los dos jefes se
tranquilizaron y las elecciones municipales terminaron sin mayores incidentes.
Después del
día caluroso y la agitación cívica, a la noche, los bares, fondas y boliches se
llenaron con gentes que querían pescar alguna noticia. Frente al Cabildo, en la
calle Crámer, al lado de la botica del farmacéutico Arenaza, existía "El Casino"
de Pedro Navarro, un café con billares y varias dependencias, que era el Lugar
de reunión de la gente fina, un precursor del club social. Allí estaban, jugando
un partido de billar, de damas o mus, el maestro albañil Fructuoso Sotés, un
español; don Gabriel Villarino, un oriental; Federico Klick, hijo de alemanes;
Eustaquio Cuevas, natural de España; Juan Passi, zapatero italiano; Benigno
Villanueva, hermano del comandante; Saturnino Justo, un estanciero; el gallego
Bernardino Iguain, con tienda en la plaza cercana; don Pedro Navarro, el
propietario del Casino; los hermanos Milani, Ignacio Unánue y unos cuantos
respetables vecinos más, que posteriormente aparecen como testigos. El
comandante Villanueva, aun en uniforme, pero con el sable y el quepi colgados en
una percha de la pared, estaba sentado con Arrascaete y Milani en una mesa, y el
juez de Paz Roca, jugaba un partido de damas con Machado en otra pieza del
Casino. La buena educación y una cierta reputación social de cada uno parecía
excluir de estas dependencias toda clase de pasiones. Las tres salitas se
llenaron con el murmullo de tantas conversaciones indiferentes alguna risa
después de un buen chiste alemán de Klick, los llamados al mozo Ramón Marotias,
con el humo de cigarros y el olor a manzanilla y menta.
Eran
pasadas las nueve de la noche y hora para ir a casa, cuando entró el capitán
Serrano, vestido de paisano, con un largo poncho de lana gruesa, imitación
vicuña, como anotan las actas. Algunos manifiestan que llevaba en la mano un
revólver, pero la mayoría declara no haber visto ningún arma, pues el poncho
"puyo" lo cubría totalmente. Serrano dijo correctamente "buenas noches" cuando
entró al Casino, mirando fugazmente a los parroquianos, quienes no eran muy
amigos de él y de toda la policía. Se di-rigió al mostrador en el fondo donde
atendía Ramón, a quien adeudaba una suma de dinero. Sacó un billete de
doscientos pesos de su rastra y lo entregó al mozo. "¡Cobrate Ramón!" dijo, y
con una mueca irónica agregó: "Antes que me echen del pueblo..." El mozo puso
el billete en el cajón y ofreció al capitán una ginebra, pero éste no quiso
tomar nada y se despidió de Marotias volviendo entre los billares y mesas
ocupadas hacia la salida de calle.
Pero en
este momento tropieza su mirada con el comandante, y no puede contenerse
Serrano. Su sangre empieza a rebelarse otra vez... recordando el altercado de la
mañana en el Cabildo, allí enfrente "Cachafaz", "Ladrón" le ha llamado
Villanueva, según los alcahuetes. Se para frente a Villanueva y dice mal
disimulada su bronca:
-
"Comandante, tengo que hablar con Usted. Permítame una palabra...".
Villanueva
se levanta bruscamente de la mesa y le contesta con voz altanera:
-
"Cincuenta, si quiere"
Serrano,
como golpeado con esta voz cortante, retrocede un paso y vuelca las copas de una
mesa, sin querer. Su mano se desliza debajo del poncho, que le tapa, pues ya ve
en la mano de Villanueva una daga de veinte centímetros. Retrocede otra vez,
Villanueva le sigue, pues ya está listo a pelear. Con las botas mueve sillas y
mesas, que le estorban. Mas copas ruedan sobre las baldosas iluminadas con
lámpara a kerosene. Atraviesan los hombres la última sala y en un momento han
ganado la calle. Aún no logró Serrano sacar su arma, pero se defiende a
ponchazos contra las arremetidas de Villanueva con su daga. A veces pisa el
mismo los flecos de su poncho, murmurando maldiciones. Los parroquianos en las
tres salitas, alarmados por el barullo, siguen a los dos en lucha hacia el
umbral, sobre la vereda de la botica, cruzando la calle nocturna otra vez sobre
la vereda y llegando a la tienda de Iguaín y la plaza. Ya sangra Serrano de la
mano izquierda, que le atravesó la daga de Villanueva pero en este instante
logra sacar su cuchillo, con que solía comer, y estando cuerpo a cuerpo con
Villanueva le aplica un fuerte golpe con el arma, Justo María, el hijo del
Comandante, y el testigo Villarino oyen que Serrano grita:
"Ya
c...m..." cuando le clava el cuchillo en el pecho. Con un hipo de sorpresa queda
ViIlanueva parado, después retrocede y tambaleante se da vuelta hacia el bar,
chorreando sangre sobre su uniforme.
En todo
esta barullo de unos nomás, las gentes se han volcado a la calle, entre ellos
está también el Juez de Paz, y cuando ve a Villanueva con la daga en la mano
grita del umbral del Casino:
- "Orden,
en nombre de la Autoridad!"
Ha sacado
su revólver y apunta contra el Comandante, gritando varias veces más:
-
"Conténgase usted, señor Villanueva! ¡Conténgase o le tiro!"
El testigo
Mariano Artayeta y el joven Mianí, con un taco de madera en la mano,
quieren interponerse, pero Villanueva, aunque malherido, salta contra Roca, se
le echa encima "como una exhalación", dice Artayeta, la daga levantada, y Roca
cae atrás con todo su cuerpo, resbalando tal vez sobre sangre vertida. Se
escapan dos tiros de revólver. Villanueva siente un vahído en las sienes, siente
que la vida se le va, pero en este instante relampaguea en su mente el odio
acumulado, la ira disimulada de tantos años, cuando Roca se metió en los asuntos
de él. Roca, el Tucumano, que no es del pueblo y sin embargo es el Juez, su
contra. Se llena con un resto de la fuerza y clava la daga dos, tres veces
profundamente en el tórax del caído.
"¡Perro!
¡Hijo de..." grita el comandante. hasta que los brazos de Arrascaete, Milani,
Villarino lo levantan, librando a Roca de su pesado cuerpo. Algunos testigos
declaran, que en este momento Serrano, que se acercó nuevamente, tiró tres
balazos a quemarropa contra los dos en el suelo, pero ninguno de los cadáveres
mostró heridas de bala, sino profundas heridas cortantes de seis centímetros de
largo y tres de ancho, que les afectó el pulmón. Tronaron varios tiros en la
oscuridad, haciendo aún más confusa la situación, pero se incrustaron en las
paredes y el balcón de la botica.
A ella
llevan a Roca, que apenas puede caminar, y el médico doctor Moisés Sacchi, que
vive cerca, lo revisa en la luz de un candil.; el dependiente del boticario
Arenaza, un joven de quince años, prepara vendas y gasas, pero la muerte ya se
dibuja en la cara del Juez, y poco después expira.
Mientras
tanto han llevado a Villanueva hacia la tienda de Iguain, donde le atiende el
médico sueco doctor Munktell pero ya es tan gris y cadavérica la barbuda cara
del malherido, que a las diez y media de la noche también exhala su último
suspiro.
Serrano,
acompañado de un soldado de su partido, se aleja lentamente del lugar, donde él
ha provocado el drama. de su mano brota todavía sangre. Dobla por la esquina del
cabildo hacia la puerta del cuartel, se hace ensillar su caballo, toma un trago
de caña, monta y se aleja en la oscuridad de la noche. Llega hasta el
Samborombón y duerme unas horas en el puesto de doña María Mendiburo
perteneciente a la estancia "Barros Blancos". Con el alba sigue su camino de
fugitivo ante la justicia hacia Buenos Aires y logra embarcarse en un velero
hacia Montevideo.
En la misma
noche del crimen inicia el Procurador Municipal, sucesor del Juez de Paz por ley
orgánica, don Patricio Machado, el sumario y manda chasques a los partidos
vecinos con orden de aprehensión del capitán Serrano. Cuenta Antonio del Valle,
que Serrano fue condenado a ocho años de prisión que nunca cumplió, pues quedó
todo el tiempo en la Banda Oriental. Después se lo vio en Maipú, en una estancia
como vendedor de pan, y con 90 años murió en La Plata, como empleado del puerto.
El fajo de
hojas escritas con los testimonios de los amigos de Roca y Villanueva, va a
Dolores y con los papeles van también el revólver inglés de Roca, la daga de
Villanueva y el poncho ensangrentado y roto de Serrano. Además la hoja de papel
celeste con las amenazas de un anónimo contra Villanueva.
El día
siguiente, el cura párroco don Martín Pader extiende las partidas de defunción
de ambos vecinos, que se entierran juntos, uniendo su destino "post mortem" y
eligiendo el eterno descanso en los nichos uno al lado del otro, símbolo de dos
hermanos en la adversidad, de su vida, de su muerte, de su comunidad, de su
pueblo en busca de formación.
Dice del
Valle que fue el sepelio más grande que jamás recordaba la gente de fines del
siglo pasado. "No quedaron carruajes, carros jardineras, galeras, en fin, cuanto
vehículo estuvo disponible".
AUTOR: JUAN LUZIAN
DIARIO "EL DÍA" DE LA PLATA
SECCIÓN "PÁGINAS DE CHASCOMÚS"
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