El Mercado del Puerto

 

Por María Emilia Pérez Santazieri

El Mercado del Puerto es uno de los lugares preferidos por los montevideanos para disfrutar un almuerzo en cualquier estación o una cena en las noches de verano; y sitio obligado de concurrencia para los turistas, quienes se pasman al ver la exhibición cárnica de las parrillas.

Pero no siempre fue así, sino que como su nombre lo indica, en sus comienzos y durante mucho tiempo, fue simplemente un mercado que atendía el aprovisionamiento de los barcos. Había en él, desde su fundación en 1868, puestos de verdura, frutas, aves, pescado y carne vacuna.

La ciudad, para ese entonces, había conocido la existencia de varios mercados. En la época colonial, la plaza Matriz era lugar de paseo por la tarde, pero mercado por la mañana.

Al comenzar nuestra vida independiente, luego de la Convención Preliminar de Paz de 1828, nuestra población era de 74.000 habitantes, correspondiendo 60.000 a la campaña y 14.000 a Montevideo. El flujo inmigratorio, que provenía fundamentalmente de una Europa que vivía situaciones difíciles desde el punto de vista económico y desde el punto de vista político, haría aumentar estas cifras enormemente, sobrepasando largamente al crecimiento vegetativo, que en aquella época era grande pues las familias eran muy prolíferas. Así entraron por nuestro puerto entre 1835 y 1842: 17.536 franceses, 11.995 italianos, 8.200 canarios y 4.305 españoles. Si tenemos en cuenta que esos datos corresponden en parte al período de la Guerra Grande (1839-1852), se explica la paradoja de que una ciudad sitiada hubiera visto crecer su población.

Terminada la guerra, continuó la corriente de extranjeros, que afluía fundamentalmente hacia la ciudad-puerto, que inició así su camino de concentración poblacional.

En 1860, Montevideo tenía ya 59.915 almas. Los mercados que atendían esa población eran: el Mercado del Oeste, llamado corrientemente Mercado Chico, en Sarandí y Pérez Castellano, en terrenos donados por don Joaquín Sostoa, por lo cual también aparece la denominación Mercado de Sostoa; el Mercado del Este, que adquirió otro nombre en el habla popular y que es el que mantiene hasta hoy –Mercado de la Abundancia- y que fue el primero con apariencia de tal, instalado en un descampado, en el mismo lugar en que hoy se encuentra –San José y Yaguarón- aunque en otra edificación posterior.

La demolición de la Ciudadela, en un proceso lento, ocasionó la instalación de un mercado allí. Fue en ese lugar que Piria inició sus artes de martillero en escenas que describió Daniel Muñoz de esta manera: “si las camisas y calzoncillos no hallaban acogida, salían a relucir los sacos y pantalones: si se presentaba un paisano, ponía en venta, como quien no quiere la cosa, un par de bombachas; y cuando creía distinguir a algún parroquiano acomodado, sacaba a luz las alhajas...”

En la década del 60, ya estaba bastante ruinoso; por lo tanto los mercados existentes resultaban insuficientes o inadecuados.

Así surgió la idea de la necesidad de crear un nuevo mercado. Quien haría el emprendimiento sería don Pedro Sáenz de Zumarán. Nacido en Logroño (España) en 1808, llegó a Buenos Aires en 1839, para establecer una filial de una importante casa comercial de Málaga: la de Manuel A. Heredia. Para ello, contaba con un capital de 50.000 duros de oro en talegas. En 1846, Gran Bretaña y Francia impusieron, en medio de la guerra, el bloqueo a Buenos Aires; esto determinó que don Pedro se viniera a Montevideo, donde establecería una casa mayorista, que perduró hasta 1875.

Para plasmar su proyecto de creación del nuevo mercado, armó, en 1865, una sociedad que manejó un capital de $ 309.000. Por intermedio del ingeniero R. H. Mesures se encargaron los planos a Gran Bretaña. Mesures debía vigilar las fundiciones metálicas que se harían en los talleres de la “Unión-Foundry” de K. y T. Parkin de Liverpool. Una vez terminada la fabricación metálica, fue traída por el ingeniero Mesures, quien vino acompañado por los primeros oficiales herreros, que colaborarían en el armado de la estructura. Las obras de albañilería estuvieron a cargo del constructor Eugenio Penot. Por todo lo expuesto, se puede apreciar lo falso de la versión que dice que esa estructura metálica llegó a nuestro país debido a un naufragio y que su destino era Chile.

El Mercado se instaló en el paraje conocido como Baño de los Padres en una superficie de 3.494 metros cuadrados equivalentes a 4.736 varas, según se decía en la época. Estaba calle por medio de la Aduana Nueva, teniendo su frente principal por Pérez Castellano. Esta fachada tiene tres portones: uno central y dos laterales, más pequeños. Los frentes que dan al Norte (Rambla 25 de Agosto de 1825) y al Sur (calle Piedras) eran de menor extensión, pues tenían 50 varas cada uno, mientras que el principal tenía 80. La inauguración del Mercado tuvo lugar el 10 de octubre de 1868, siendo presidente el coronel Lorenzo Batlle, en cuyo molino había sido inversor Sáenz de Zumarán.

El presidente de la República concurrió al acto de apertura, así como sus ministros Antonio Rodríguez Caballero, Manuel Herrera y Obes y Daniel Zorrilla y el presidente de la Junta Económico-Administrativa, Juan Ramón Gómez; senadores y diputados. Se dispusieron mesas alrededor de la fuente que se hallaba en el centro, y se sirvió un “lunch”. El mal uso que se hizo de esa fuente, tanto para el lavado de frutas o de manos, y peor aún, como depósito de desperdicios llevó a su sustitución, en 1897, por un puesto central en cuatro reparticiones. Se colocó, entonces, una torre con reloj, obra de la Casa Paganini.

Con el tiempo se sustituyeron las puertas metálicas, articuladas en cuatro hojas, por las actuales. Fue por mucho tiempo considerado el mercado más hermoso de América del Sur y un orgullo de la edificación nacional, por lo cual mereció figurar litografiado en los billetes de $200 del Banco Nacional. Lamentablemente, su exterior no conserva los detalles que le daban gracia y esbeltez, según los testimonios de otrora. Hoy en día, la peatonal Pérez Castellano ha buscado dar un marco salpicado de pintura y música a ese paseo gastronómico al que no le falta el recuerdo de la gloria literaria, pues uno de sus habitués fue ni más ni menos que José Enrique Rodó, quien acostumbraba libar en uno de sus famosos puestos...